Paseo por Pierrefonds

En el pequeño pueblo de Crépy-en-Valois, en un 4º , viven mi prima y sus dos hijas.

Snædís es una chica risueña, pero callada. Tiene la perspicacia y la buena educación de su madre. Se peina y despeina frente al espejo, se mira de perfil y cuando nadie mira estudia sus facciones y sus gestos. Sus 12 años brillan ambiguos en el espejo, como una sirenita: mitad pez, mitad mujer; sólo que ella está en esa rara transición que supone ser mitad niña, mitad mujer.

Por otro lado está Soley. Tengo la certeza de que se ha escapado del cuento de Peter Pan. Como buen niño perdido ríe, grita, corre y salta como si no hubiera mañana. Tanto es su entusiasmo que a 0 grados se quita el abrigo porque tiene calor. Alimenta a los ciervos o a su pececito Mr. Bubbles. Hace tantas cosas que le pierdo la pista mientras me maravillo con todo lo bonito que me está mostrando Crepý-en-Valois y sus alrededores.

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Con unas hermanas de naturaleza tan dispar los viajes en coche se hacen cantando, con alguna que otra riña y mucha energía. No recordaba lo mucho que me gustaban los niños y su visión del mundo. Más aún cuando visitamos el pequeño pueblo de Pierrefonds y su castillo. Veo lo inmensa que es la edificación, sus torres con cubiertas cónicas, los cañones y los muros tan altos y me es imposible no pensar en los románticos y en su aprecio por el mundo medieval. Me pierdo en el tiempo y veo doncellas, príncipes, reyes y la fantasía quiere que imagine algún que otro dragón. En este castillo tan imponente se grabó la película Juana de Arco (1999), dirigida por Luc Besson.

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Sigrún, la madre de Snædís y Sóley, es azafata. Viaja mucho y se pasa la vida leyendo. Cuando me comparte su biblioteca y me saca libros tan interesantes como tiene, siento que estamos conectadas. Ambas fuimos bautizadas para honrar a mi abuelo y parece que aunque sea por un pequeño hilo estemos unidas por una fuerza invisible. Uno de los libros que me da para que lea mientras estoy es su casa es Cómo enseñar arte a los niños de Françoise Barbe-Gall. Al ver a los niños que suben la cuesta para entrar en el castillo (de entre 5 y 6 años se dan la mano, canturrean y ríen) me arrepiento de no haber estudiado Magisterio, tanto que a veces me gustaría volver atrás y hacer otras cosas, pero es inútil porque el tiempo es como un monolito redondeado que cae por una colina.

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No me voy a entretener describiendo el castillo. La policromía de las paredes, la madera, la cripta llena de esculturas. Lo más maravilloso es que el castillo era una mínima (enorme) parte del encanto del pueblo en el que estábamos. El lago helado, la casa en venta que había a un lateral (donde las niñas y yo proyectamos el futuro hogar de Sigrún, regentando un restaurante y comiendo perdices, feliz). Pierrefonds entero. Todo a merced de la belleza, de la contemplación.

Me gustaría abrir una puerta por la que pudieseis entrar a todo lo que vi, de fondo la gente hablando de fondo en francés, el frío cortando la cara y de los ojos abiertos brillando (imposible no cerrarlos).

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Volvemos a casa pero no sin antes dejar que el invierno nos regale una última vez más la visión de todo esto. Luego en casa el frío se desvanece y aparecen las ganas de hundirse en el sofá tras una larga ducha y escucho a mis primas corretear nerviosas ante la amenaza de que pronto es hora de irse a dormir y vemos Un gars, un fill en la pantalla del ordenador tras mover el sofá (no hay televisor en el salón). Llega la medianoche y escucho el silencio, veo la dulce sonrisa de mi prima Sigrún mientras vemos fotos y buceamos juntas en los recuerdos de la familia. El pasado y el presente son tan dulces en este sitio, invitan a soñar con el futuro y esta noche soñaré con Pierrefonds.

2016 en libros

Finales de año abstemios, el gusto amargo en la garganta. No termina de bajar ni con la soda ni con el agua. Este año que abandonamos ha sido aquel en el que he empezado a beber té y me ha terminado de gustar el chocolate negro. Todo porque he aceptado que no todo en la vida es dulce. Los abrazos, a veces, no entienden, los besos terminan y las miradas pueden ser ciegas.

Como todos los años me pongo un objetivo de lectura en Goodreads. Este año me propuse leer 21 libros. Siempre escojo cifras que significan algo. No ha sido posible el 21, pero sí el 18. He leído 18 libros y es increíble que a cada libro haya significado tanto.

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Estas listas son, en parte, una manera de ordenar la locura que es mi vida. Pilas de libros en las estanterías y el comprar nuevos sin pensar en los que aún me quedan sin empezar (y terminar).

Aquí enumero los libros leídos este año 2016.

  • Cuentos de Hans Andersen. (Hans Andersen’s Fairy Tales: Retold by Naomi Lewis). No me encandiló. Lo que con mayor recuerdo guardo es la historia de la Sirenita. Después de haber visto incontables veces la película de Disney en mi infancia, el cuento fue una sacudida de manos con la tragedia, que, a pesar de ser ficticia en esta historia, tan presente  está siempre en la realidad.
  • Escucha la canción del viento y Pinball 1973 de Haruki Murakami. De las primeras novelas de Murakami me quedo con las palabras que le dedica el escritor al porqué de su estilo.
  • Ordeno y mando de Amèlie Nothomb. Una de las muchas razones para enamorarse de la escritura de esta belga es su capacidad para sorprender con planteamientos como el de que en algún momento muriese un desconocido en tu casa. No puedo ocultar mi favoritismo por Nothomb en mis estanterías.
  • Daniela Astor y la caja negra de Marta Sanz. La extraña transformación de una niña que comienza a ser mujer en el periodo de la Transición española.
  • La vida es sueño de Calderón de la Barca. Comenzó como una obligación para una asignatura de la universidad y resultó ser todo lo contrario. Fui Segismundo, enjaulada cuando lúcida y tirana en sueños. Descubrir el Siglo de Oro español es uno de mis grandes logros de este año.
  • Alicia en el País de las Maravillas y A través del espejo de Lewis Carroll. Todo un clásico. No me encandiló especialmente. Lo que sí que me encantó fue el poema que Lewis Carroll le dedica a la pequeña Alicia.
  • También esto pasará de Milena Busquets. Milena Busquets es mi nueva diosa. Este libro es de 5 estrellas, 10/10, las medidas áureas. Darle la mano al dolor y comprenderlo ha sido una de sus grandes enseñanzas. Me hace una tremenda ilusión decir que Milena es candidata al premio Mandarache de Cartagena y que estará entre los días 15 y 16 de febrero en la ciudad levantina.
  • Brooklyn follies de Paul Auster. He sacado en claro, una vez más de Paul Auster, que el fracaso no es lo peor que te puede ocurrir y que, a pesar de todo, la esperanza tiene que ser nuestro motor.
  • Ni de Eva ni de Adán de Amèlie Nothomb. La huída como un final digno. Amèlie escribiendo sobre cosas que me hubieran podido ocurrir a mí, sobre como reacciono y cómo ironizo sobre la vida.
  • Cicatriz de Sara MesaUna relación que comienza como una forma de dejarse llevar y termina siendo una adicción.
  • Farándula de Marta Sanz. Creía que me gustaría más. El lado no glamuroso del mundo del espectáculo.
  • Wilt de Tom Sharpe. Destornillante. La risa, la muerte y el sexo.
  • El guardián entre el centeno de J.D. Salinger. Me encariñé de Holden Caulfield. He sido ese adolescente que no entiende nada. Pasé el libro queriéndole dar un abrazo y pensando en el libro de Stephen Chbosky Las ventajas de ser un marginado.
  • La mujer rota de Simone de Beauvoir. Sobre la mujer dependiente, que se ha dado toda la vida a la familia y que en la madurez se descubre como adolescente, carente de identidad. Desmonta el mito de que con los años la inseguridades desaparecen.
  • Contra la perfección de Michael J. Sandel. ¡Este sí que sí! Plantea lo tremendamente exigente que la sociedad se ha vuelto con el éxito.
  • El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince. El amor al padre. El padre ideal, después de Atticus Finch, es el de Héctor Abad Faciolince. No pude evitar llorar, ni enternecerme y desear un padre así para mis hijos algún día.
  • Veinticuatro horas en la vida de una mujer de Stefan ZweigNovela cortita pero intensa. La fuerza de las emociones, el peso que tiene la opinión social. Me quedo con lo bien que Zweig explica la desolación que queda cuando lo das todo por alguien para quien no cuentas lo más mínimo.
  • Brillante como una cacerola de Amèlie NothombCuentos de la reina de la ironía. Lo triste de esto es que Alfaguara ya no edita este libro. Lo encontré en la biblioteca y mi rabia nació cuando supe que es imposible hacerse con un ejemplar.

Y eso es todo. No voy a mentir. Me parecen pocos (pero hay uno más que el año pasado), ojalá tuviera tiempo para devorar más páginas de las que he leído. Hambre de letras, es insaciable.

Un brindis por estos y que vengan muchos más. Feliz año nuevo a todos.

Primer día en París

Detesto las guías. Quizá sea porque arruinen la visión primera de las cosas, quizá porque nos preparen o nos pongan en antecedente de aquello que vamos a ver. Pero descubro que sin ellas estoy perdida por París. Cuando con cierta inquietud llego a Gard du Nord desde Crepý en Valois mi mal francés (inexistente más bien) hace acto de presencia para pedir indicaciones hacia el Louvre. Es la primera vez que viajo sola y el mundo se me hace grande. Me encojo y busco mirando hacia un lado y hacia otro que aparezca alguien conocido y me vuelva a llevar a la zona de confort.

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Todo sale bien. El chirrido del metro me inquieta y sale a la luz que soy de pueblo, pero el Louvre es precioso, grandioso más bien. Todo es enorme. Me enamoro de un joven de un cuadro, murió hace tantos años que deshecho la idea de llegar a conocerle. Detesto el funcionamiento de las audioguías, pero para obras como las de Delacroix o David son indispensables.

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Como bien dicen: lo bueno si breve dos veces bueno. No sería distinto en el Louvre. Plantearme ver la colección completa es del todo imposible. Después de 4 horas decidí que mejor era salir y sentir un poco de frío. Fui tan estúpida que baje al metro y salí de él en paradas tan sumamente cercanas que es hasta cómico. Gasté 12 euros en montar en la noria. París es tremendamente cara, no es ningún mito, pero de algo me sirvió la inversión. Conocí a Elton, un médico brasileño que tenía una parada de unas 12 horas en la ciudad. Venía del Cairo e iba a Río de Janeiro.

Sin saber muy bien cómo, terminamos andando hacia la misma dirección, aunque toscamente me había negado a visitar la torre Eiffel, la vi tan cerca en la noria que no me pareció ninguna tontería visitarla. Elton iba hacia el mismo sitio. Anduvimos juntos, muertos de frío, íbamos rápido para ser dueños de los últimos rayos de sol. Hablamos de fútbol, política y religión por el camino. Bastante laxa en mis opiniones y sin ganas de entrar en discusiones incómodas me limité a escuchar cómo me contaba su gran pasión por el fútbol, su aversión al comunismo y su faceta religiosa sólo cuando las cosas iban mal. Yo, irónica por naturaleza, me di cuenta de que andando tan rápido como lo hacía y siendo muchísimo más alto, yo estaba corriendo el riesgo de dislocarme la cadera. Le dije con cierto sarcasmo que a poco estábamos de correr y que bien visto hasta estaría mejor. Mis cortas piernas no daban para aquellas zancadas dignas de las olimpiadas en alguna de aquellas carreras donde la gente anda de manera tan ridícula. No lo entendió y asintió: «Corramos!». Me vino bien. Empecé a entrar en calor, tenía las mejillas como manzanas y todo parecía mucho más emocionante.

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Después de sernos de gran ayuda para echarnos fotos en la torre Eiffel, convenimos a que, a pesar de que a la luz del día le quedaban apenas unos minutos, teníamos que aprovechar y ver el Sacre Coeur. Nunca me olvidaré de los tropecientos mil escalones que subimos corriendo, el temblor que amenazaba mis cuádriceps o lo estúpidos que nos sentimos cuando vimos que circulaba el funicular hasta la basílica de las narices. Mereció la pena aún así. Elton me dijo que el silencio al llegar arriba después de una subida tan agotadora sólo la había sentido cuando llegó a la cima del monte Sinaí. No tengo anécdotas dignas de comparación a la subida del monte de los 10 mandamientos. Lo sentí bastante, nada más se me ocurrían sandeces, que guardé para mí, que contestar a aquella pequeña confesión.

Tras entrar al Sacre Coeur y observar de manera detenida los absidiolos de la basílica volvimos a la calle. Se notaba cierta distensión, andábamos despacio y parábamos bastante. Si no era por una foto que Elton me pedía que le hiciera, era por algún souvenir que quería comprar. Habíamos decidido volver a Gard du Nord y despedirnos, pero en el último momento se nos ocurrió que quizá era buena idea ir al arco del triunfo. Montamos en el metro, íbamos de camino y a dos paradas de llegar se abrieron las puertas en una de las paradas anteriores a nuestro destino. Se mantuvieron así durante varios minutos y, tras mirar varias veces el reloj, empezó a inquietarme la idea de volver a casa. Los trenes no son frecuentes y la estación es enorme. Por un instinto, que no sé de dónde salió, me despedí de Elton, le di las gracias por el día y eché a correr para llegar al tren que salía a las 20:10 hacia Crepý en Valois. No intercambiamos nada para mantener el contacto.

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Al llegar a Crepý en Valois, sentí los 14 km que había andado pincharme en las pantorrillas (lo de contar los kilómetros es cosa de mi móvil, no mía). Me pegué la ducha más placentera que recuerdo en los últimos meses y dormí como un bebé.

La musa de Woody Allen

Parece ley que tiene que acompañar a la entrada del otoño un golpe seco, que luego caiga la lluvia y nos empape y nos limpie aquello que la ducha y la dictadura de la higiene no hace a diario. Mi golpe ha sido un accidente de coche, una baja laboral y mucho tiempo para el dolor y para el pensamiento. Y hoy la lluvia no me moja, pero si me conmueve.

En mi terraza se vive la lluvia de una manera especial: a cubierto, pero viendo cómo cae de manera torrencial (porque aquí en el sur de Alicante sólo sabe llover si lo hace fuerte). De esto que pienso en todo y nada, y me acuerdo de John y de Diana. Son unos amigos de Madison que anualmente visitan Torrevieja para pasar las vacaciones. Ella india nativa americana y él un irlandés que emigró cuando tuvo la suerte de que le cayera la lotería (hace muchos, muchos años). Ella abogada y defensora de causas nobles: las mujeres, el aire y el agua; y él que estudió arte, obrero en una fabrica de piezas de Harley Davidson.

Me acuerdo de ellos ahora porque hace poco que le comenté a Óscar que es esta clase de gente que sacude mi vida y me recuerda que es divertida. Una noche en la que me aburría fui a encontrarme con esta peculiar pareja a un pub que frecuentan en verano, el Murphy’s. Diana vestía con orgullo ropa confeccionada por su gente: bordados con abalorios en ricos y variados colores, mientras Jhon conversaba con cierto cinismo con dos mujeres más que les acompañaban aquella noche en la tertulia que se organizó alrededor de la mesa del pub. El cinismo no era más que una forma de distanciarse o quizá de proteger a aquellas mujeres que debían haber bebido alguna copa de vino más de la que debieran. Yo aparecí y casi suelto una lágrima cuando vi a Diana tan emocionada de verme. Conocí aquella noche a Kathleen (creo haberlo escrito correctamente) y a otra mujer de la que no recuerdo el nombre (podéis figuraos en qué estado de embriaguez se encontraba dado que tuvo que retirarse porque no aguantaba ni el peso de la bebida ni del sueño). Fui un poco celosa, en un principio, de que aquellas mujeres estuvieran charlando con mis amigos a los que echaba de menos y por los que sentía impaciente por interrogar. «¿Qué tal estáis? ¿Cuánto tiempo os quedaréis? ¿Qué tal los niños? ¿Qué planes tenéis para los próximos días?». Todo eso tuvo que esperar porque Kathleen y yo nos presentamos, nos intercambiamos pequeñas pinceladas de quiénes éramos y volvimos a mover la conversación a un ámbito general.

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Fotograma de Annie Hall de Woody Allen

«Me siento como si viviera en una película de Woody Allen» dijo Kathleen. Jhon y yo intercambiamos miradas incrédulas. Ella era una abogada recién licenciada en Irlanda que había decidido hacer su primer viaje sola a España con el afán de dedicarse a escribir y a vivir y saborear su existencia. La vida era depresión si no era a orillas del Mediterráneo. De donde venía sólo se podía esperar vivir miseria y tristeza. Y todo esto era un paraíso. Quise insistirle (desde mi peculiar y pesimista sentido de la existencia aquel día) que la felicidad no era un lugar, sino un estado mental. No, definitivamente lo que yo decía no era cierto, yo no conocía el infierno que era Irlanda y no quería ir allí según ella (y desde luego no me apeteció lo más mínimo aparecer por allí según cómo me lo contaba). Los cafés aquí se sirven con una sonrisa, la gente se detiene a aspirar el aroma antes de beber de la taza, el sol brilla y la gente canta bajo un sendo arcoiris que transmite ondas de purpurina a los habitantes de este mágico país llamado España y, más concretamente, esta ciudad llamada Torrevieja. Quise dejar de ser tan cruel en mi mente (obviamente nunca lo fui hablando con ella).

Aún, a pesar del desorbitante entusiasmo que sentía por todo esto, me dijo que no había podido ver muchas cosas en Torrevieja. Al parecer una pequeña parte de su entusiasmo entendía que el aroma del café y la sonrisa del camarero que lo trae no es un opiáceo que dure eternamente. Le recomendé visitar Murcia y Alicante. Ambos accesibles con el autobús. Mi recomendación cayó en saco roto, a pesar de que insistió en el hecho de que no quería recordar el viaje por la fiesta Benidorm despertó en ella mayor interés que lo que yo le había recomendado. No entiendo por qué la gente pide recomendaciones para ir a sitios que ver si no va a hacer caso de lo que digas.

Digamos que la muchacha era peculiar. Fumaba sin pausa, nos repetía cómo deseaba que cerraran la terraza para poder entrar en el antro y fumar dentro, y mientras hablaba no podía evitar fijarme en la mancha de vino tinto que le teñía parte del labio inferior. Todo esto, tengo que recordar que era una conversación a cuatro ¿o debería decir a cinco? Tenía sobre la mesa una libreta, un bolígrafo y un libro de Stephen King. Parecíamos en ocasiones meros observadores de cómo escribía frases brillantes (o no) que no tuvimos la suerte de leer (ya se sabe que un artista no muestra su obra hasta que no está concluida).

Llegó el momento de la verdad. Desde que nuestra protagonista dijese que sentía que vivía en una película de Woody Allen había pasado algo de tiempo. Le pregunté por qué y evitó mi pregunta. Desvió la conversación a la legalización de la marihuana, las asociaciones que la venden de manera legal y poco faltó para que discutiéramos el sexo de los ángeles. Al rato, se le vio el plumero a la muchacha y entendí todo. Confesó no haber vistoninguna película de Woody Allen y aún así sentía que vivía dentro de una película del afamado director. Fair enough.

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Fotograma de Desmontando a Harry de Woody Allen

No entiendo muy bien nada desde entonces. Quiero encontrarle la lógica a sentir que vives en una película de un director del que no conoces obra. Más bien ella me pareció un mezclije extraño de algo quijotesco, con toques de filosofía propia de El secreto, kafkiano y con algunas influencias de Sexo en Nueva York. Creo que voy a seguir sin entenderlo mucho tiempo. Desconozco la filmografía de tantos directores que creo que quizá debería plantearme como ella que mi vida pueda parecerse a alguna película que no haya visto.

Fue divertido, desconcertante, pero divertido. Quizá una parte de mí sintió envidia de Kathleen, tan ilusionada y yo tan pesimista. Agradecí a Jhon y a Diana aquella noche cuando agotamos temas de conversación como Picasso, los grandes museos de España, la inflación o el mercado inmobiliario. Ellos pasaron dos semanas más en Torrevieja y nos vimos en más ocasiones. Nunca faltó hablar de arte, esa gran pasión que Jhon guarda tras el escepticismo de su carácter; y de Diana aún me vibra la risa en el oído o las conversaciones sobre aquello que no nos pertenece y que tenemos que cuidar: el mundo. Sólo puedo decir gracias y hasta el año que viene, mientras escucho la lluvia que mece el recuerdo que vaga por mi mente.

A un padre

Quererle es automático. El primer hombre de tu vida es autoritario y cariñoso a partes iguales, acaricia la sien dormida o tuerce el gesto cuando las travesuras dejan de ser divertidas. Besa la herida que duele en la piel (y en la garganta por el susto) o te prohibe ir al cine porque no has sido del todo paciente o sí demasiado beligerante o por contestar cuando hay que callar.

Si mamá era el cálido regazo, papá eran los juegos y las risas y las bromas. El sentido del humor, el sosiego y la templanza (siempre hasta que estallaba la burbuja). Era el sueño de todas las noches, la lección y la vara de medir de lo que algún día llegará a ser el hombre de tu vida. Hegel una vez más y la dualidad: si existió la dualidad de elegir entre ser o no como es mamá, algún día elegirás si tu pareja será o no como lo es tu padre. Elegirás el padre de la que algún día será tu hija, elegirás para ella todo aquello que algún día quisieras para ti.

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Scout y Atticus Finch

Atticus es la utopía de lo que cualquier niña querría como padre. Mentir es decir que Matar a un ruiseñor y la fantástica Harper Lee no me marcaron. Y siempre he querido ser la pequeña Scout.

Pero basta de fantasear. Hace poco me he independizado. Adiós al nido: abrir las alas y a planear, pajarito. He descubierto lo vacío que puede llegar a estar el frigorífico, la fregaza se llena como si se tratara de magia y se vacía tras una larga lucha contra la pereza. Pongo lavadoras con ilusión, elegir el olor del suavizante han sido los 15 minutos más difíciles que he pasado en Mercadona. Tengo mi espacio, tengo mis normas, tengo mi casa. Ser adulta parece más real entre estas cuatro paredes que yo convierto en algo más. Me acuerdo de Virginia Woolf y corrijo su habitación propia para convertirlo en el apartamento propio. La autosuficiencia la aspiro y su agradable efecto es superior a cualquier otra droga que se pueda adquirir en su correspondiente oscuro mercado. Coloco naftalina en los armarios, hago la cama por las mañanas y procuro que la habitación de invitados esté en condiciones para que venga mi hermano de visita. ¡Por Dios! No exagero si digo que he invitado a toda la familia de Islandia a que me visite y me invade ese espíritu maternal de querer cuidar a quien entre por la puerta.

Entre estas cuatro paredes y en estos días donde el reposo me es obligatorio, sueño con el cuarto personaje de la familia Finch. Cómo hubiese sido la señora Finch es algo que me intriga. Pero quizá sea otra tontería más de todas las que pienso entre valiums. Secuelas de mi primer accidente de coche. Pero esta entrada no iba sobre todo eso, sino que iba sobre el padre perfecto y no voy a quitarle ese título a mi padre, Enrique, pero sí le voy a pedir que no me mate por querer ser en ocasiones Scout para poder abrazar antes de ir a dormir a Atticus.

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«Y Atticus le dijo un día a Jem:

–Preferiría que disparáseis contra botes vacíos en el patio trasero, pero sé que perseguiréis a los pájaros. Matad todos los arrendajos azules que queráis, si podéis darles, pero recordad que matar un ruiseñor es pecado.

Aquella fue la única vez que le oí decir que esta o aquella acción era pecado, y pregunté a la señoritta Maudie al respecto.

–Tu padre tiene razón –me respondió–. Los ruiseñores sólo se dedican a cantar para alegrarnos. No estropean los frutos de los huertos, no anidan en los arcones del maíz, no hacen nada más que derramar su corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar un ruiseñor.»

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Que nunca muera el cóctel visual que más embriaga: tweed, gafas, camisa y un libro.

La bandera

Se va abriendo poco a poco la herida del pecho. Se profundiza su hendidura a una velocidad que consume la carne. Acaricio ese gatito invisible que duerme angustiado sobre mi pierna. Se pregunta por qué todas las cosas ocurren sin pedir permiso ni tampoco perdón.

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Saint Helena de Julia Contacessi

Disculpadme, el gatito no se preguntaba nada, era yo que extrapolaba todo lo que se me pasaba por la cabeza y hacía que los sentimientos cobraran vida. Comí una suma de cuatro galletas y la garganta me carraspeo mientras tragaba vino blanco. Siempre en la eterna dicotomía, nunca sé si ser niña o si jugar a ser adulta.  El caso es que tampoco había ningún gatito. Era yo mintiendo, como ocurre la mayoría de las veces. Era yo en bragas, con una de esas camisetas anchas tumbada en la cama sin ninguna intención de alzarme a vivir ni a plantearme cosas que hacer.

Seré tan jodidamente sincera que diré que aquel día trabajé mis 8 horas, volví a casa y de camino a casa en el coche quise que alguna clase de milagro me otorgara el beneficio de poder pausar aquella vida que ni me convencía ni parecía que lo fuera hacer en las próximas horas, días o semanas. Todo pasaba veloz, mancaba la ilusión y el cansancio era patente bajo los dos ojos que tu decías eran lindos, pero que no brillaban.  Era esa clase de piropos lo que me volvía loca de ti. Esa manera de darme un dulce envenenado. Suficiente pero siempre mejorable, nunca perfecta. Y te veía decirme todas aquellas formas de salvarme mientras tú te ahogabas entre el humo que te envolvía.

Podía batallar y ser sarcástica silenciosamente, callada; pero era una cobarde y sonreía y me dejaba arrastrar por tu gran criterio y tu fuerza para siempre ganar, para clavar tu bandera en mi costado (con el consiguiente follón de clavar una bandera en la tibia carne, las sábanas blancas salían perdiendo pureza) y verla ondear. Siempre limpiabas la sangre, pero no sin recordarme que era defecto mío que sangrara tanto. Vivir en esa absurda relación era lo único que me mantenía conectada: enganchada a un respiradero que me robaba el oxígeno. Era tan paradójico que a veces quería llorar.

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No me entretenía el cine, dormía cada vez que poníamos en la televisión una serie y los libros me daban ganas de vomitar. Realmente no creo que quisiera nada más que no fuera librarme de las esposas que suponía la existencia en general. No quiero culparte, siempre fui de empujarme a los extremos. Tanto si reía como si lloraba era obligatorio hacerlo bien.

Todo era un maldito caos. Creo que podéis verlo. Salgo de vez en cuando a andar para despejar la mente, vuelvo a casa y el corazón se me sale del pecho y vuela. Estoy entusiasmada. Me regalo una ducha fría, me relajo y mi corazón ya no está alado ni el entusiasmo ha sido más que un pasajero momentáneo de este cuerpo mío. Podéis imaginar lo que sigue. Nada cambia y siempre sigo exhausta. Me echaré a dormir.

Tu recuerdo

Llevo toda la noche pensando en la camiseta de pijama con la que duermes. Es extraño. Aún me acuerdo de cómo hueles y de cómo odias las luces de colores que iluminan tu habitación oscura. Oigo tu respiración, casi puedo tocar las sábanas que te esquivan por el calor que hace en la habitación y ver tus labios dormidos. El ventilador me molesta, me golpea en una parte de la cara y me recuerda el calor que tengo en el resto del cuerpo y que no puedo paliar. Me acuesto a tu lado y, a pesar de que tienes la piel ardiendo, beso tu costado e imprimo la silueta de mi cara en tu pecho.

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Blanco sobre blanco de Malevich

Tantos recuerdos y el tiempo pasa y los difumina. Me termino por frustrar. Ni siquiera puedo explicar el tacto de tu piel, mucho menos invocarte esta noche, ser testigo de cómo bajas la guardia y cómo te lleva Morfeo.

Me tendré que joder.

Farándula

Hay un libro que me lleva dominando desde que empecé su lectura. Me costaba pasar página, entenderlo a veces era una agonía y tocar por última vez la contraportada ha sido todo un doloroso placer.

Me enamoré de la prosa de Marta Sanz leyendo Daniela Astor y la caja negra. No tiene mucha más explicación más allá de que la autora es una de las mentes más lúcidas que tiene este país. En 2015 fue condecorada con el premio Jorge Herralde por su novela Farándula. Allá que fui yo como hechizada a comprar el libro y no ha sido hasta ahora que he tenido la oportunidad de leerlo.

Me sabe mal decir que esperaba más, quizá el tema no fuera nada que me apasionara. El «anti-glamur» del mundo del espectáculo. Es un genial calco de lo que es el mundo de la farándula española. El complejo frente a todo lo americano, la izquierda caviar que reivindica lo social en las galas de los Goya. Izquierda caviar, izquierda caviar, izquierda caviar. Se han convertido estas dos palabras unidas en algo que repito sin cesar.

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Ha tardado en engancharme la historia (si acaso puedo decir que me haya terminado de enganchar) y creo haber encontrado demasiados personajes que no terminan de darle ningún sentido añadido a la obra (o es así o es que yo soy muy tonta).

Valeria hizo un esfuerzo para verse a sí misma dentro de veinte o treinta años, y decidió que lo mejor sería volver a fumar, excederse con la ginebra y con las malas compañías, follar sin condón y no lavarse, comer pasteles y torreznos en las barras de los mesones, apoyar las nalgas en los retretes públicos, salir a la calle para aspirar bocanadas de dióxido de carbono. Pensó: <<Será mejor morirse pronto.>>

Valeria es una actriz madura, de familia de tradición en el mundo del teatro, que se enfrenta al hecho de que ya ha llegado a cierta edad en la cual toda su experiencia juega en su contra por el hecho de que le falte algo tan imprescindible como es la juventud. Da clase de teatro a jóvenes como Natalia de Miguel, que comienza siendo en el libro una atolondrada estudiante de arte dramático y que termina por coronarse como un icono de la «farándula» por su participación en un reality. Comienzan los maravillosos contrastes que hace la autora: experiencia, lucidez, madurez; frente a la inocencia, la estupidez y la juventud. Valeria y Natalia son personajes que en un momento dado de la historia se dan de la mano como amigas y que por sus diferencias y por los celos terminan por situarse a los extremos de los polos.

«Valeria se encontró en la horrible disyuntiva de decidir si era peor esa soberbia hiperbólica o esa falsa modestia que, con el paso del tiempo, erosivamente, como la gota serena de las torturas chinas, había ido creando un poso para que los ignorantes alardearan de su ignorancia y los empollones se encerrasen en cuevas o fuesen considerados la escoria del mundo.»

Se tiene en mucha consideración lo social. Personajes como Lorenzo Lucas, un actor maduro y reaccionario que camela a la jovencita Natalia de Miguel. Ensayos en los que no se cobra hasta que no se estrene la obra y se vean beneficios. Y al lado contrario un Daniel Valls, actor de éxito y ganador de la copa Volpi, que desde su piso en París pretende hablar de lo social. Más contraste, el «débil» Valls frende al duro y curtido Lorenzo Lucas.

«Lo difícil no es ser un héroe en tiempos de guerra; lo difícil es ser un héroe en tiempos de paz. […] Salvar al gatito de la señora MacCalahan. Reciclar el vidrio. No engañar a la Hacienda Pública en la declaración de la renta.»

Lo difícil es detectar cuándo los tiempos no son buenos. Cuándo la normalidad no es normal y existen razones para coger el caballo alado y cortar la cabeza de una Medusa siempre despeinada y muy necesitada de pasarse una lendrera. Razones para ponerse impertinente. Quizá es que los tiempos buenos no existen, son lugares quiméricos, y siempre hay que estar con el sable en alto.

El libro es tan gris como la portada del libro (más o menos). Es el lado oscuro de que se esconde detrás del telón. Mientras lo leí me venían a la mente nombres de actores y actrices del panorama español y recordaba el tiempo en el que yo hacía teatro y sentía todo el desasosiego y desesperanza que se lee entre líneas en toda la obra.

Passiflorane, Lexatin, Orfidal, Trankimazin, Atarax, Calmol, Xanax […] Nombres de colosos y robots. Dioses de un nuevo Olimpo.

Amo a Marta Sanz, pero desde luego este no es mi libro.

La muerte sin funeral

Somos unas cuántas mujeres. Hablamos, no de lo que hablan las mujeres, hablamos como puede hablar cualquier persona. Sin género. Disfrutamos del verano y nos conocemos. Con pequeñas broncas, ataques de risa y tristeza, algo de melancolía. Arranques de sinceridad y la sonrisa cómplice del que sabe que delante tiene a una persona a la que tiene cariño. Vuelvo a casa en el coche y pienso en la traición, esa daga afilada que amenaza más desde la imaginación que desde la realidad, porque por mucho que se cure la herida que un día hizo la traición, jamás desaparece el recuerdo de cómo se clavaba en la carne tibia.

Me asombra encontrar personas especiales. Es un gran ejercicio de autoconocimiento. Mientras realizo mi ritual nocturno de lavarme la cara y los dientes se me llena la cabeza de mariposas y de insectos aterradores, se persiguen unos a otros. En cierto equilibrio me asaltan pensamientos salteados de alegría y tristeza.

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Tiene gracia que piense en la muerte habiendo pasado una gran noche junto a personas tan cálidas, pero es inevitable, la asocio a tu desaparición. Desprecio el luto, porque nunca hubo un funeral, nunca una mano que se sacudiese en señal de despedida. Se crea la amarga sensación de que has muerto y de que nunca lo has hecho. Las emociones se confunden, te lloro porque te he perdido y te festejo porque nunca te has ido. Lo triste de todo esto es que después de una noche de ciertos excesos, el tequila me da la lucidez suficiente como para poder determinar el hecho de que estoy constantemente buscando un sucedáneo que me aporte todo lo que tú me aportabas. Voy buscando emociones y son felices, porque son nuevas y divertidas, pero son amargas porque no se parecen a todo lo que he vivido. Y aparece la sensación de que el mundo gravita, de que nunca se posará la misma golondrina en el alféizar de la ventana y de que en las estaciones sólo venden billetes de ida, pero nunca hay trenes que hagan la trayectoria de vuelta. Todo se mueve, nada es estático. Hermes Trismegisto ríe desde donde quiera que descanse su esencia.

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Me asusta el cambio. Ocurre en mi interior, ocurre en la superficie de mi cuerpo y en todo lo que observo a mi alrededor. Pero por fin me acuesto en la cama, el placer del reposo grita por cada poro de mi piel y parece que desaparecen las reflexiones. Veo desde la cama el libro de Farándula de Marta Sanz sobre el escritorio y la pereza me invade. Voy por la página 74 de 231 y no veo el momento en que empiece a engancharme. No dejo un libro sin leer, me esfuerzo por terminarlos, pero ojalá encontrase uno que me enganchase. Así que se aceptan recomendaciones.

Sardenia, bella

Desde hace tiempo, cuando tengo hambre, ingiero cantidades ingentes de recuerdos. No es sano, en tanto a que hay algunos indigestos. Demasiada alegría o puede que mucha tristeza que asumir en un mismo viaje mental. Luego hay recuerdos agridulces: la tristeza después del sexo. El estado de ánimo, no relacionado con la calidad del mismo, se da por la inutilidad de resistirse a despertar, tras el orgasmo, en una realidad punzante. Pero eso ahora da igual.

Hace poco volví de Cerdeña. Me cuesta decir Italia para definir aquella idílica isla, no con afanes independentistas, sino por la peculiaridad de los sardos (así se llaman así mismo los habitantes) y por la singularidad de la vivencia. Parece que cuando algo es especial cuanto más lo especificamos, con mayor exactitud logramos contagiar su belleza y peculiaridad.

Mamá y yo cogemos el avión en Alicante, volamos a Roma y de Roma a Cagliari. Llegamos de noche y nos espera Andrea (nombre de hombre, para aquel que esté desprevenido) en el aeropuerto. Un Fiat 500 grande nos lleva a Pula, un pequeño pueblo encantador hasta de noche. Conduce con gran celeridad y no me molesta, tampoco lo hicieron las turbulencias del vuelo Roma-Cagliari. Pienso que llevo bien las cantidades moderadas de terror, el hecho de jugar con el peligro, que exista la mínima posibilidad de que todo se vaya a la mierda y que yo no lo pueda controlar. Como diría Amélie Nothomb: «hay un lado voluptuoso en lo que nos martiriza».

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Playa de Nora

Me he abandonado totalmente al hedonismo en el viaje. Es la primera vez que me siento turista, de esos que veo diariamente en el centro comercial disfrutar de las playas, el calor y la piscina sin pausa. No creo que haya comido nada más allá de pizza, pasta y pannacotta. He bebido Vermentino, ginebra y limoncello. He dormido en las horas más cálidas del día, me he quemado los muslos por la mañana y he disfrutado de la madrugada en compañía de personas que valen su peso en oro.

Podría escribir todos los nombres de las personas a las que he conocido. Si tuviera que bautizar un hijo mío con un nombre italiano tendría desde luego infinidad de opciones aprendidas en este viaje. Me encanta conversar con Andrea, el desde el 1 de junio marido de mi amiga Ansy. Los que somos invitados por parte de la novia somos apenas 6 personas, mientras que por la parte del italiano son entre 30 y 50 personas (me lo pasé tan bien bailando en la boda que, lo siento mucho, no conté exactamente la cantidad de comensales que había). Hacemos una piña la parte islandesa y durante los 10 días que estamos en Pula somos como una pequeña familia. Desayunamos, comemos y cenamos juntos. En la mesa se discuten asuntos como mi vida amorosa (si es que la hubiera), los dolores de espalda de Krissi (el padre de la novia) y entre todos nos turnamos para acunar y entretener al pequeño Domenic, que con apenas 7 meses ya pesa 10 kilos y Dios sabe lo que mide. No hace falta que diga lo enamorada que me tiene el niño. La tarjeta de memoria de mi móvil está llena de fotos del bebé, la playa y del bebé en la playa. En un determinado momento del viaje empieza a perturbarme el hecho de que puede que los padres no quieran que comparta las fotos del niño por las redes sociales y me planteo que sin ellas prácticamente no tengo ningún testimonio de haber estado pasando las maravillosas vacaciones que estaba pasando.

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Vista de Jingles desde Piazza di Popolo en Pula

Me quedan en la memoria tan buenos recuerdos que recorrerlos es una fuente de placer extraordinariamente útil cuando de vuelta a casa me asaltan momentos de ansiedad. He vuelto de Cerdeña con ilusión, he vuelto con ganas de casarme (relájate, por favor), con cierta dosis de estoicismo que se suma a una incompatible ambición por la vida. Asumir la mierda y ser más fuerte. Suena hasta inspirador.

El motivo del viaje fue la boda y aún no he mencionado una sola cosa que ocurriera allí. Fue como una boda gitana (quizá exagero pero ahora entenderéis por qué). Todo comienza oficialmente un 31 de mayo, en el cual los novios se dan el sí quiero en una preciosa villa perteneciente al ayuntamiento de Sarroch. Éramos pocos y hacía calor. Tanto que nuestros genes del norte sucumbieron a la humedad mediterránea. La madre de la novia, la novia y yo sudábamos como si fuésemos duchas rotas. Aún así desprendíamos elegancia y el sudor en nuestros rostros, aún a pesar de sentirse como algo horrible, no dejaba de ser un ligero brillo. Será que el amor me pone optimista. Fue precioso ver cómo los novios intercambiaban anillos, los nervios de los testigos, el momento de la firma de los papeles y, lo mejor de todo, fue ver cómo la madre del novio rompía un plato cuando los recién casados salían de la mano a la calle.

Hubo un cóctel frente a la playa de Nora. Es curioso ver cómo italianos e islandeses se relacionan. Nunca negaría la invitación a una fiesta italiano-islandesa. Creo que con eso lo digo todo. Todos volvimos a casa con alguna que otra copa de más. Nora de noche es preciosa, pero más lo fue caer después de un día agotador en la cama. Nos hospedábamos en la casa de Alexandra en Pula. Mi madre se empeñaba en decirme que aquello había sido una antigua cárcel y me insinuó que aquella casa no estaba espiritualmente tranquila. No lo noté especialmente, entraba la brisa por la ventana de la habitación y me dormí con la tensión de que había que madrugar al día siguiente.

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Vino y fruta en Terrazza di Nora

Día de boda 1 terminado. Comienza la fiesta de verdad. Partimos por la mañana temprano al hotel donde se va a hacer la ceremonia a la que van a asistir todos los familiares (en la del día anterior apenas asistieron los más íntimos de los novios). Decidimos hospedarnos  en el hotel donde se celebra la boda, porque coger un taxi para volver a Pula (el hotel está en Capoterra) es igual de caro que una noche en el hotel y merece la pena. Lo merece por la imponente piscina que hay en el jardín, por la habitación que tiene acceso directo a éste y por el fantástico tiempo que hace. Cargamos con los bikinis en la maleta, aunque finalmente hay tanto que preparar para la boda que no tenemos tiempo para usarlos.

La novia se tiene que arreglar. Ir a la peluquería a peinarse suena como una buena idea. A pesar de mi pelo corto, me convenzo a mí misma para que me peinen. Nunca he ido a la peluquería para peinarme: ni en mi primera comunión ni en ninguna ocasión pomposa que se me haya presentado. Hay tanta cola para peinarse que la peluquería se colapsa. Todas las asistentes a la boda terminamos a tiempo y de vuelta al hotel comienzan a sentirse los nervios en la novia y su madre. Tuve el placer de fotografiar a la novia mientras se maquillaba y se vestía. No sabéis lo guapa que estaba, cuanto más la miraba más deseaba ser ella. Estaba a punto de prometerse la vida con el prototipo de italiano. Al verlo por primera vez vestido con su traje negro en el jardín donde se iba a oficiar la ceremonia no pude evitar pensar en la mafia italiana. Si realmente existían todas aquellas historias de poder y jerarquía yo me encontraba en ese momento frente al prototipo de un italiano mafioso.

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¡Auguri, Ansy e Andrea!

Me divierto mucho. Hay mucho vino, la cena es fantástica y termino la noche dirigiendo una conga. Dios me libre de ver fotos de aquel momento. Hay en una mesa del salón del convite una pequeña cámara que imprime las fotos nada más hacerlas. Un hombre me persigue para hacerse fotos conmigo, me río con él y brindamos. La noche termina a las 5 y en mi cámara ya hay 1500 fotos aproximadamente.

En este punto del viaje estoy agotada. La boda no termina con el sí quiero y los días siguientes continuamos saliendo a cenar y quedamos en la playa. Duermo mucho (cuando puedo) e intento quedarme muy quieta para que no pase el tiempo. Pero pasa y muy rápido. Los últimos días son agridulces: la dulzura del recuerdo, el disfrute del presente y la amargura de saber que el futuro pondrá fin al viaje. Conozco a Marina y a Marleine, madre e hija, alemana e italiana. Me llevan a Cagliari, me invitan a helado y me enseñan los lugares más bonitos de la ciudad. Me recuerda mucho a Alicante, sólo que Cagliari tiene más cuestas (insoportables bajo el calor). Alessandro y Martina, una joven pareja emparentada con el novio, me vuelven a llevar a Cagliari, esta vez de noche. Me enseñan la fiesta, la playa del Poetto (no muy frecuentada por turistas, me dice Alessandro) y caminamos tanto que me arrepiento de haberme calzado unos tacones.

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Corso Vittorio Emanuele en Pula.

Todo termina. Todo se esfuma. Tengo la sensación tras escribir todo esto que se me escapan demasiadas experiencias, demasiadas expresiones. Me acuerdo de una metáfora de Flaubert: «la palabra humana es como un caldero cascado en el que tocamos melodías para hacer bailar a los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas». No creo que pudiera tener más razón.