Desde hace tiempo, cuando tengo hambre, ingiero cantidades ingentes de recuerdos. No es sano, en tanto a que hay algunos indigestos. Demasiada alegría o puede que mucha tristeza que asumir en un mismo viaje mental. Luego hay recuerdos agridulces: la tristeza después del sexo. El estado de ánimo, no relacionado con la calidad del mismo, se da por la inutilidad de resistirse a despertar, tras el orgasmo, en una realidad punzante. Pero eso ahora da igual.
Hace poco volví de Cerdeña. Me cuesta decir Italia para definir aquella idílica isla, no con afanes independentistas, sino por la peculiaridad de los sardos (así se llaman así mismo los habitantes) y por la singularidad de la vivencia. Parece que cuando algo es especial cuanto más lo especificamos, con mayor exactitud logramos contagiar su belleza y peculiaridad.
Mamá y yo cogemos el avión en Alicante, volamos a Roma y de Roma a Cagliari. Llegamos de noche y nos espera Andrea (nombre de hombre, para aquel que esté desprevenido) en el aeropuerto. Un Fiat 500 grande nos lleva a Pula, un pequeño pueblo encantador hasta de noche. Conduce con gran celeridad y no me molesta, tampoco lo hicieron las turbulencias del vuelo Roma-Cagliari. Pienso que llevo bien las cantidades moderadas de terror, el hecho de jugar con el peligro, que exista la mínima posibilidad de que todo se vaya a la mierda y que yo no lo pueda controlar. Como diría Amélie Nothomb: «hay un lado voluptuoso en lo que nos martiriza».
Playa de Nora
Me he abandonado totalmente al hedonismo en el viaje. Es la primera vez que me siento turista, de esos que veo diariamente en el centro comercial disfrutar de las playas, el calor y la piscina sin pausa. No creo que haya comido nada más allá de pizza, pasta y pannacotta. He bebido Vermentino, ginebra y limoncello. He dormido en las horas más cálidas del día, me he quemado los muslos por la mañana y he disfrutado de la madrugada en compañía de personas que valen su peso en oro.
Podría escribir todos los nombres de las personas a las que he conocido. Si tuviera que bautizar un hijo mío con un nombre italiano tendría desde luego infinidad de opciones aprendidas en este viaje. Me encanta conversar con Andrea, el desde el 1 de junio marido de mi amiga Ansy. Los que somos invitados por parte de la novia somos apenas 6 personas, mientras que por la parte del italiano son entre 30 y 50 personas (me lo pasé tan bien bailando en la boda que, lo siento mucho, no conté exactamente la cantidad de comensales que había). Hacemos una piña la parte islandesa y durante los 10 días que estamos en Pula somos como una pequeña familia. Desayunamos, comemos y cenamos juntos. En la mesa se discuten asuntos como mi vida amorosa (si es que la hubiera), los dolores de espalda de Krissi (el padre de la novia) y entre todos nos turnamos para acunar y entretener al pequeño Domenic, que con apenas 7 meses ya pesa 10 kilos y Dios sabe lo que mide. No hace falta que diga lo enamorada que me tiene el niño. La tarjeta de memoria de mi móvil está llena de fotos del bebé, la playa y del bebé en la playa. En un determinado momento del viaje empieza a perturbarme el hecho de que puede que los padres no quieran que comparta las fotos del niño por las redes sociales y me planteo que sin ellas prácticamente no tengo ningún testimonio de haber estado pasando las maravillosas vacaciones que estaba pasando.
Vista de Jingles desde Piazza di Popolo en Pula
Me quedan en la memoria tan buenos recuerdos que recorrerlos es una fuente de placer extraordinariamente útil cuando de vuelta a casa me asaltan momentos de ansiedad. He vuelto de Cerdeña con ilusión, he vuelto con ganas de casarme (relájate, por favor), con cierta dosis de estoicismo que se suma a una incompatible ambición por la vida. Asumir la mierda y ser más fuerte. Suena hasta inspirador.
El motivo del viaje fue la boda y aún no he mencionado una sola cosa que ocurriera allí. Fue como una boda gitana (quizá exagero pero ahora entenderéis por qué). Todo comienza oficialmente un 31 de mayo, en el cual los novios se dan el sí quiero en una preciosa villa perteneciente al ayuntamiento de Sarroch. Éramos pocos y hacía calor. Tanto que nuestros genes del norte sucumbieron a la humedad mediterránea. La madre de la novia, la novia y yo sudábamos como si fuésemos duchas rotas. Aún así desprendíamos elegancia y el sudor en nuestros rostros, aún a pesar de sentirse como algo horrible, no dejaba de ser un ligero brillo. Será que el amor me pone optimista. Fue precioso ver cómo los novios intercambiaban anillos, los nervios de los testigos, el momento de la firma de los papeles y, lo mejor de todo, fue ver cómo la madre del novio rompía un plato cuando los recién casados salían de la mano a la calle.
Hubo un cóctel frente a la playa de Nora. Es curioso ver cómo italianos e islandeses se relacionan. Nunca negaría la invitación a una fiesta italiano-islandesa. Creo que con eso lo digo todo. Todos volvimos a casa con alguna que otra copa de más. Nora de noche es preciosa, pero más lo fue caer después de un día agotador en la cama. Nos hospedábamos en la casa de Alexandra en Pula. Mi madre se empeñaba en decirme que aquello había sido una antigua cárcel y me insinuó que aquella casa no estaba espiritualmente tranquila. No lo noté especialmente, entraba la brisa por la ventana de la habitación y me dormí con la tensión de que había que madrugar al día siguiente.
Vino y fruta en Terrazza di Nora
Día de boda 1 terminado. Comienza la fiesta de verdad. Partimos por la mañana temprano al hotel donde se va a hacer la ceremonia a la que van a asistir todos los familiares (en la del día anterior apenas asistieron los más íntimos de los novios). Decidimos hospedarnos en el hotel donde se celebra la boda, porque coger un taxi para volver a Pula (el hotel está en Capoterra) es igual de caro que una noche en el hotel y merece la pena. Lo merece por la imponente piscina que hay en el jardín, por la habitación que tiene acceso directo a éste y por el fantástico tiempo que hace. Cargamos con los bikinis en la maleta, aunque finalmente hay tanto que preparar para la boda que no tenemos tiempo para usarlos.
La novia se tiene que arreglar. Ir a la peluquería a peinarse suena como una buena idea. A pesar de mi pelo corto, me convenzo a mí misma para que me peinen. Nunca he ido a la peluquería para peinarme: ni en mi primera comunión ni en ninguna ocasión pomposa que se me haya presentado. Hay tanta cola para peinarse que la peluquería se colapsa. Todas las asistentes a la boda terminamos a tiempo y de vuelta al hotel comienzan a sentirse los nervios en la novia y su madre. Tuve el placer de fotografiar a la novia mientras se maquillaba y se vestía. No sabéis lo guapa que estaba, cuanto más la miraba más deseaba ser ella. Estaba a punto de prometerse la vida con el prototipo de italiano. Al verlo por primera vez vestido con su traje negro en el jardín donde se iba a oficiar la ceremonia no pude evitar pensar en la mafia italiana. Si realmente existían todas aquellas historias de poder y jerarquía yo me encontraba en ese momento frente al prototipo de un italiano mafioso.
¡Auguri, Ansy e Andrea!
Me divierto mucho. Hay mucho vino, la cena es fantástica y termino la noche dirigiendo una conga. Dios me libre de ver fotos de aquel momento. Hay en una mesa del salón del convite una pequeña cámara que imprime las fotos nada más hacerlas. Un hombre me persigue para hacerse fotos conmigo, me río con él y brindamos. La noche termina a las 5 y en mi cámara ya hay 1500 fotos aproximadamente.
En este punto del viaje estoy agotada. La boda no termina con el sí quiero y los días siguientes continuamos saliendo a cenar y quedamos en la playa. Duermo mucho (cuando puedo) e intento quedarme muy quieta para que no pase el tiempo. Pero pasa y muy rápido. Los últimos días son agridulces: la dulzura del recuerdo, el disfrute del presente y la amargura de saber que el futuro pondrá fin al viaje. Conozco a Marina y a Marleine, madre e hija, alemana e italiana. Me llevan a Cagliari, me invitan a helado y me enseñan los lugares más bonitos de la ciudad. Me recuerda mucho a Alicante, sólo que Cagliari tiene más cuestas (insoportables bajo el calor). Alessandro y Martina, una joven pareja emparentada con el novio, me vuelven a llevar a Cagliari, esta vez de noche. Me enseñan la fiesta, la playa del Poetto (no muy frecuentada por turistas, me dice Alessandro) y caminamos tanto que me arrepiento de haberme calzado unos tacones.
Corso Vittorio Emanuele en Pula.
Todo termina. Todo se esfuma. Tengo la sensación tras escribir todo esto que se me escapan demasiadas experiencias, demasiadas expresiones. Me acuerdo de una metáfora de Flaubert: «la palabra humana es como un caldero cascado en el que tocamos melodías para hacer bailar a los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas». No creo que pudiera tener más razón.